En primer lugar, asumimos que el profesor de nuestra escuela màs que
"pasar conocimientos", o exigir la repeticiòn de determinados
conceptos,
debe ser un mediador en el proceso de aprendizaje, por que la enseñanza no
puede sustituir la actividad mental constructivista de este, ni ocupar su
lugar.
Esta afirmaciòn nos invita a replantear la forma de educar la fe y nos
llama la atenciòn para que, cuando se planifiquen las sesiones no nos
centremos solamente en los contenidos a desarrollar, si no fundamentalmente
en el còmo aprende el alumno estos conocimientos.
El profesor tiene ahora al desafio de crear un ambiente de construcciòn
de nuevas experiencias de fe, en donde puedan surgir problemas que obliguen
a los alumnos a buscar significados, a analizar, proponer y aplicar
principios rectores, a apreciar la incertidumbre y a investigar
responsablemente.
Debe diseñar juegos provocadores de conflictos y paradojas y a partir de
ellos sugerir caminos de soluciòn que permitan construir nuevas estructuras
en las mentes de los destinatarios y provocar nuevos comportamientos.
El educador dela fe, especìficamente, debe convencer que los
conocimientos que propone a los alumnos no caen en sus mentes a modo de
peso, al vacio o pizarra en blanco, si no que tales conocimientos se ven
confrontados a toda una red de significados anteriores màs internos,
intuitivos y estabilizados que, facilitaran o impediràn en el enganche o
comprensiòn de los nuevos elementos propuestos por él.
El profesor debe suscitar la creatividad de los alumnos en las actividades
propias del aprendizaje, teniendo en cuenta tanto su tarea de
acompañamiento del esfuerzo dicente con la otra, igualmente necesaria de
orientador y director de ese mismo esfuerzo.
En este sentido deberà señalar frecuentemente la revelaciòn de Dios al
Hombre y el depòsito de la tradiciòn cristiana, fuentes inagotable de
conocimientos que deben alimentar cada acto, cada elecciòn, cada esfuerzo
de la educaciòn en la fe.